2013/05/31

Un día en Ethosa



   Son  las siete de la mañana. Acaban de abrir las puertas de Halali, el campamento donde hemos pasado la noche y enfilamos la carretera de grava en dirección  a una de las charcas donde van a beber los animales. Por el horizonte el sol se esfuerza en salir como cada mañana, abriéndose paso entre la intensa nube de polvo que flota en el aire.



 Un par de jirafas madrugadoras levantan la cabeza cuando pasamos y nos observan con curiosidad mientras avanzamos lentamente hacia la orilla. No hay mucho movimiento esta mañana, pero la joven águila marcial  que está posada en las ramas llama nuestra atención y nos acercamos para hacerle algunas fotos. 


 Entre tanto los animales van llegando al abrevadero. Primero son los impalas de cara negra; las hembras acompañan a los jóvenes a beber mientras los machos  parecen saludarse por la mañana. En la orilla opuesta a aparecido un rinoceronte negro. Estos tímidos animales  no suelen dejarse ver  de día, así que es todo un acontecimiento que los fotógrafos quieren aprovechar.

 
 

El ruido de los motores disturba, el silencio de la charca  y los animales se mueven inquietos. Dos machos de oryx aprovechan para medir sus fuerzas  mientras la avutarda de Kori se retira elegantemente entre las manadas de springboks.



Tras  permanecer durante unos minutos más  en la charca, decidimos movernos y explorar  la pequeña sabana que hay hacia el norte pero no encontramos nada interesante, solo algunos grupos de springboks y cebras  de Burchell galopando entre la hierba. Cerca de allí hay un área de descanso y nos entretenemos un  rato viendo  como las bandadas de queleas alborotan intentando beber un poco.

 
 
Dejamos atrás la valla de seguridad y avanzamos lentamente por un camino repleto de baches. De pronto Ana grita que algo viene hacia nosotros, cuando me indica por donde sólo veo una sombra oscura entre la hierba, detengo el coche y entonces veo que es un rinoceronte negro a la carrera. Cojo la cámara y disparo la primera foto, creo que no ha salido muy bien y me dispongo a repetirla pero entonces me doy cuenta de que viene directo hacia nosotros, ¡nos va a embestir! Tengo que mover el coche y automáticamente mi mano derecha se mueve hacia la palanca de cambios… ¡pero no está allí!  Nuestro vehículo es inglés y  el cambio de marchas lo tiene al otro lado. Oh! en la otra mano llevo la cámara y pierdo unos instantes preciosos mientras la dejo en el asiento de atrás. El "rino" sigue acercándose, lo tenemos casi encima y entonces se detiene de golpe, nos mira y continúa su carrera en otra dirección; detrás aparece un coche lleno de turistas cámara en “ristre” persiguiéndolo. Nosotros seguimos allí parados reponiéndonos del susto.


 Un rato después estamos de nuevo en la carretera de grava  camino de otra charca.  Hay un grupo de elefantes un poco más adelante, decidimos acercarnos y  mientras están entretenidos les hago algunas fotos. 



Por la derecha aparece una hembra con un “elefantito” de  apenas dos meses y cuando me giro para fotografiarlo, él hace un amago de embestir  agitando la cabeza y las orejas. Resulta algo cómico para un paquidermo de ese tamaño y lo repite unas cuantas veces así que antes de que la madre se enfurezca  pienso que es mejor marcharse. Vaya! no podemos hacerlo, nos hemos quedado en medio de la manada rodeados de elefantes por los cuatro costados. Parecen estar tranquilos pero yo no estoy muy a gusto en esta situación, encima el pequeño elefante sale de vez en cuando de la vegetación e insiste en sus amagos, además nos damos cuenta de que la manada se está comportando de forma rara. Están arrancando ramas de los árboles y las dejan caer en el camino de grava formando una barrera, es como si no quisieran que pasásemos. Cerca de allí, en su posadero, un joven Azor Lagartijero no se pierde detalle y aprovecho para hacerle un retrato. Mientras, la manada ha cruzado la carretera y  se dirige a los árboles secos del otro lado, así que antes de que haya más ramas decido huir de allí.


Por fin llegamos a la otra charca donde parece que la cosa está más animada. Hay un elefante bebiendo en un extremo, y en orilla opuesta  las jirafas hacen malabarismos para alcanzar el agua. Hay un  par de jóvenes caballitos rayados que se enzarzan en una pelea amistosa y mientras observamos a los rinocerontes negros que nos recrean con su presencia, una bandada de gallinas de Guinea rodea nuestro vehículo. Una sombra pasa sobre nuestras cabezas y se lanza sobre el numeroso grupo de  paseriformes que están en la orilla, después se eleva y se posa en una rama,  el halcón de cuello rojo tiene una presa en sus garras  y la despluma y come delante de nosotros.










 
Hace calor, hasta los grupos de springboks se refugian a la sombra de las acacias. Decidimos permanecer unas horas allí disfrutando del vaivén de la fauna.



En el campamento nos comentaron la noche pasada, que hay una charca donde suele ir a beber un leopardo a última hora de la tarde, así que cuando el calor a remitido un poco decidimos  ir a buscarla.
El pequeño aparcamiento desde el que se divisa el agua, está abarrotado, parece que no somos los únicos que saben lo del felino.


Tras una hora de espera, el conductor del coche que hay frente a nosotros  me hace señas con la mano, parece que está viendo al gato pero desde donde nosotros estamos no puedo ver nada, la vegetación me impide saber que está pasando. Otro de los vehículos, cansado de esperar decide marcharse y aprovecho el hueco dejado para cambiar  de posición. Ahora sí, aunque aún lejos, puedo ver al leopardo. Hace falta otra media hora de espera para que el animal se decida a acercarse; pero no bebe, se limita a pasear por la orilla y después se aleja para tumbarse en la hierba. 


El sol empieza a flaquear en el horizonte  tras la permanente nube de polvo y nos indica  que no tenemos más tiempo. Es hora de regresar al campamento antes de que cierren las puertas.

2013/05/10

NAMIBIA - Problemas en Milla 108





Tras cuatro días recorriendo Walvis Bay   y con el coche cubierto de barro, sal  y excrementos de pájaros, abandonamos la ciudad.

La niebla procedente del atlántico nos acompaña como cada mañana enrareciendo la luz  del día y haciéndonos desistir de sacar la cámara para hacer fotos.



Hoy tenemos que llegar al campamento llamado Milla 108, pero antes  hacemos una parada en Cape Cross, una de las mayores colonias de focas de  la costa  de Namibia.



    La recientemente construida pasarela de madera, se extiende a lo largo de las rocas donde descansan, juegan o pelean cerca de  un millón  de lobos marinos. Intento encontrar la colonia de chacales que vimos la vez anterior pero no están. Quizá regresen más adelante cuando empiece la temporada de cría y encuentren cachorros que robar a sus madres, lo mismo deben pensar las hienas rayadas que se supone frecuentan este lugar. Sólo encuentro manadas de turistas moviéndose  arriba y abajo a lo largo de la pasarela mientras las focas dormitan bajo los tablones, tan cerca que se les podría tocar con la mano, aunque mejor no, las focas muerden.

 En la costa la cacofonía es inmensa y junto con la niebla, la brisa nos trae del mar el intenso tufo de los animales que a veces llega a ser insoportable. Una hora después todos somos parte de la manada, todos olemos igual…
 a foca.




Nos vamos.
    La carretera  de sal compactada nos conduce  cada vez más al norte entre campos de líquenes, llanuras de grava y dunas negras; ningún vehículo se cruza ya con nosotros.
 Tras 60 Km., divisamos a lo lejos la antena de radio de lo que debe ser nuestro campamento.
En la pequeña oficina de recepción sólo hay dos personas soñolientas que nos miran con cara de sorpresa cuando entramos. Les enseño el justificante de la reserva y les digo que vamos a pasar la noche allí. El recepcionista mira el papel, mira a su compañera que está sentada frente a él y después nos dice
-         But, the campsite is closed.
-         ¡Claro!. –pienso yo-. ¡Ya me parecía que esto estaba muy vacío!
También pensé otras cosas no muy agradables, que no es necesario decir.
De todos modos la reserva está hecha y pagada, además  no tenemos otro sitio donde ir, así que insisto.
El hombre me mira, hay un momento de tensión por que nadie sabe que hacer.
    -Voy al coche – le digo al  recepcionista. –Llamaré por teléfono a mi agencia a ver que  pasa.
   - No problem. – contesta él.
“No problem” “No problem”… ¿ Pero como que no hay problema?
¿Y lo que tenemos que es? A veces la parsimonia africana llega  a ser desesperante.

Mientas esperamos que se resuelva el tema, echamos una mirada al campamento. Aparte de la pequeña caseta de recepción  y otro edificio colindante donde está la antena de radio y que los cormoranes utilizan para pasar la noche, no hay nada.

La playa de grava se extiende hasta donde se pierde de vista y apenas unas rocas blancas delimitan las distintas parcelas del camping. Realmente este es un lugar desolado.


Por fin llega la llamada telefónica, desde la central les dicen que todo está conforme y que nos dejen pasar.
El recepcionista nos indica que podemos acampar donde queramos, ¡Cómo no hay problemas de sitio…!.   –Gracioso el chico- L

-         ¡Vale! – le digo.- También necesitamos llenar el depósito de gasolina.
-         ¿Gasolina? No tenemos gasolina.
-         ¡Pero si ahí tenéis un surtidor! – replico
-         ¡Ya, pero está vacío! ¡Cómo el camping está cerrado!

No se hasta donde es capaz de llegar este coche con la reserva y no quiero adentrarme en “Costa esqueletos” con el depósito casi vació. Pregunto donde está la estación de servicio más cercana.
La chica de recepción me dice que hacia el sur a 95 Km. en Hentais Bay y hacia el norte en Terrace Bay dentro del parque  pero en la zona prohibida. Sé que allí no podremos llegar sin autorización, nuestra única solución es volver  atrás e intentar llegar a Hentais Bay. Aún suponiendo que no nos quedemos en el camino, volveremos muy tarde al campamento.
Nos dicen que no hay problema, que la barrera estará abierta cuando volvamos.

Nunca los 100 kilómetros se me habían hecho tan largos ni la velocidad tan lenta. Mi vista estaba más tiempo en el indicador de combustible que en la solitaria  carretera por la que no circulaba nadie. Ana a mi lado, creo que contenía la respiración.





Pero llegamos… La gasolinera estaba abierta y mientras llenábamos el depósito, el “gasolinero” se empeñaba en limpiar el parabrisas del coche, cuando lo que necesitaba era una limpieza total.

El regreso es contra reloj, o contra el ocaso. El sol se esconde rápidamente tras  las nieblas del horizonte.

Cuando llegamos la barrera, efectivamente, está abierta, pero la recepción está  cerrada y allí no queda nadie.
Nos adentramos en la grava de la costa  buscando el mejor sitio para montar la tienda, apenas hay luz y sólo los chacales rebuscando en la playa nos hacen compañía.



Intentamos dormir.
 Dentro de la tienda sólo se oye el  soplido del viento y el suave murmullo de las olas en la playa…

Son las cuatro de la mañana, el viento sigue soplando y  después de tantas horas el encantador arrullo de las olas se ha convertido en un insoportable estruendo.
¿Una casita junto al mar?... ¡Ya! Pues en estos momentos se me ha quitado la idea de la cabeza…

Fuera de la tienda todo es oscuridad, la niebla tapa las estrellas y la luna -si es que la hay-. Aún faltan dos horas para que el cielo comience a clarear y hace frío, Creo que los chacales se han cansado ya de merodear y se han ido dejándonos solos  en mitad de la nada.
Acurrucados en el saco esperamos a que amanezca.

                                    …………………………………



2013/05/01

Una mañana tranquila



Son las 8 de la mañana y hoy, después de tantos días de lluvia, ha salido el sol e incluso han subido las temperaturas.
Mi gato “Lunero” está en la ventana del salón, viendo como las currucas van y vienen  al comedero del jardín y lanzando pequeños  maullidos de protesta por que sabe que no las puede coger.
 





Decido que es un buen día para sacar a mi hurón “Lido” de su corral y que se divierta  un rato por el jardín.



Hace 15 días que un críalo esta incordiando a las urracas y está mañana esta de nuevo, posado en el árbol gritando como  un energúmeno.




Lido esta metido en el túnel que se ha  construido en el compostador y como sé que estará entretenido un rato, decido desayunar en la pérgola, mientras le vigilo.

Me preparo un café con leche, un par de tostadas con mantequilla y me dispongo a dar buena cuenta de ello; pero en ese instante el críalo decide que es momento de actuar y se lanza como una flecha hacía  la carrasca centenaria donde revolotean las urracas. La algarabía llama mi atención y  corro a coger la cámara de fotos por si  algún ave se pone a tiro.



Tras unos cuantos gritos y revoloteos, el críalo sale huyendo perseguido por 4 urracas y va a posarse entre las tupidas ramas de un ciprés, con tan mala suerte que está lleno de estorninos a los que no les hace ninguna gracia esta inesperada visita.



De nuevo alza el vuelo y esta vez a las urracas se le suman los estorninos. Buscando un lugar donde ocultarse se detiene en  una acacia cerca de la casa, pero la pareja de torcecuellos, que con un poco de suerte harán el nido en la caja de madera, no permiten ninguna invasión de su árbol y comienzan a gritar como locos para expulsar al  intruso.

 

Acorralado por todas partes, el críalo debe pensar que mejor se oculta en la vegetación baja hasta que pase la tormenta.

Esta vez su vuelo le lleva a posarse precisamente en el comedero de las currucas. Lunero al ver un pájaro tan grande, no puede contenerse más y sale disparado a por él.

El críalo  está tan asustado que se mete por la puerta del invernadero seguido por el gato y por mí.



El ave va golpeando de cristal en crista buscando una salida, mientras el gato brinca intentando cazarlo.

Lunero va pisoteando todas las plantas (Ana me va a matar, pienso) y en uno de los saltos golpea la jaula donde está el periquito que cae rodando con él dentro. Yo no sé si soltar la cámara, coger al periquito, al gato, al críalo o salvar las plantas.



 Por fin el ave logra encontrar la  puerta y salir del invernadero. Las urracas que no se habían perdido el espectáculo salen de nuevo detrás de él. El críalo huye hacia los pinares del oeste perseguido por las urracas y por Lunero.



Recojo la jaula del periquito y compruebo que aparte del susto no ha sufrido ningún daño. Coloco las plantas y cuando está todo más o menos ordenado decido volver a desayunar. En ese momento Lido  - ¡Me había olvidado de él!- sale disparado desde la pérgola en dirección a su corral, en la boca lleva una de mis tostadas.

Sobre el mantel de la mesa, lleno de huellas de hurón, está el resto de la otra tostada bañada en el café derramado.




Lo recojo todo y voy a buscar a Lido. Desde su corral me mira fijamente con sus ojillos negros y el hocico lleno de mantequilla como diciendo: -¿Qué ha pasado?



Yo pienso ¡Vaya mañanita!  Mejor me  había quedado en la cama.

2013/04/30

17 leones



El sol está saliendo  sobre la sabana del Masai Mara, Vumbi lo observa tumbado bajo una acacia. Esta noche ha comido bien, aún están cerca de él los restos de su última presa pero dentro de unos minutos los buitres y demás carroñeros no dejarán más que algunos huesos del caído ñu.


El  joven macho observa  las nubes que se forman por el norte, son los últimos días de septiembre y los rebaños emigran hacia el Serengueti, comienza un periodo difícil para los depredadores, Vumbi lo sabe y duda entre seguir a las manadas o quedarse en el territorio donde nació. Aunque  este ya no es su hogar, no desde que fue expulsado de la manada y dejó de formar parte de una familia. La vida nunca fue fácil… ¡pero cuanto hecha de menos su casa!
Hace ya tres años  nació en medio de una poderosa manada de leones a orillas del río Mara y aún conserva en su memoria el aroma de su madre, de sus seis tías, de sus ocho hermanos y primos y del poderoso macho, -siempre tan arisco- que decían era su padre.
La primera vez que sintió el aire no fue agradable, el viento soplaba con fuerza sobre la reseca estepa y las nubes de polvo rodeaban a la manada, por eso su nombre de corazón es Vumbi, por que su madre decía que había llegado como una nube de polvo más.
Pero lo que parecía una broma pronto se transformó en presagio y las nubes se convirtieron en tormenta; las cosas se iban a poner difíciles…

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Cinco semanas después de nacer, Vumbi y sus tres hermanos fueron presentados en sociedad. Por fin conocía a sus tías y al resto de la familia; todo eran carantoñas, lengüetazas y juegos. Hasta papá se acercó para saludarlos, aunque sólo un momento y luego regresó a sus quehaceres, que la verdad, nunca eran muchos… o eso pensaba hasta aquella mañana.


El día  amaneció  gris y repleto de nubes, aunque aún quedaba lejos la temporada de lluvias. Un pequeño rebaño de Tommys pastaban  en la llanura y las leonas decidieron que era hora de desayunar así que mamá y cinco de sus hermanas prepararon  la cacería y se alejaron tras las gacelas. Vumbi y sus hermanos quedaron  bajo el cuidado de  una de sus tías. Un poco más alejado, el macho dominante observaba la cacería; si tenían éxito, el sería el primero en comer.
 Las leonas se fueron alejando tras  su presa hasta casi perderlas de vista mientras los cachorros jugaban  preocupados tan solo en atrapar la cola de su tía.


Las hienas aparecieron por detrás, quizá sabían que estaban allí, o tal vez sólo se tropezaron con ellos, pero en un instante todo se convirtió en caos. Vumbi y sus hermanos huían sin saber a donde perseguidos por  cuatro hienas y su tía estaba enfrentándose a tres mas que intentaban rodearla. Había gruñido, gritos y polvo por todas partes y Vumbi a penas podía ver donde estaba, pero una de las hienas apareció ante ellos y atrapo a su hermano pequeño. Con el cachorro en la boca inició la huida seguida de sus  tres compañeras para tropezar con el gran macho que por fin se había percatado de los problemas. El león  rasgó la pata trasera de una de las hienas de un zarpazo y después salió tras la que llevaba el cachorro; cuando esta se volvió para hacerle frente,  el felino  salto sobre ella y la clavó los colmillos en el cuello, la hiena cayó con el leoncito aún en la boca, ninguno de los dos respiraba ya.

Las otras hienas habían huido y la  leona fue llamando a los demás  cachorros que temblando  aún, se acurrucaban a su lado. El  gran león los miró apenas  y lanzando un profundo rugido se alejó de nuevo
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Cuatro semanas desde el incidente de las hienas y  ya se han olvidado del susto!

Un atardecer mientras la manada duerme bajo la sombra de su acacia favorita, un puercoespín pasa por allí buscando algo que comer. Para los cachorros esto  representaba un nuevo aliciente y otro motivo para la diversión.
De pronto el puercoespín se ve rodeado por ocho “gatitos” que le olisquean y lanzan manotazos. Ninguno tiene muy claro  cuan peligroso puede ser, así que se mantienen a cierta distancia. ¡Pero aparece la valiente!, una  de las primas de Vumbi que siempre esta metida en líos.  Pasando entre sus hermanos  se acerca por detrás  al puercoespín, este se pone  en guardia y eriza sus defensas, la pequeña leona olisquea y decidida lanza la zarpa.
Como era de esperar una de las púas se  clava en su mano y mientras el propietario se aleja  con un ligero trote, la pequeña leona da manotazos en el aire y gritos de dolor; sus hermanos la miran con  estupor si saber que pasa.
Una de las hembras adultas se levanta al oír el alboroto, se aproxima al cachorro y de un topetazo lo tumba en el suelo, después muy despacio acerca la boca y con los dientes extrae una púa de 15 centímetros. La pequeña leona avanza gruñendo y cojeando para tumbarse al lado de su madre, durante el resto del día no quiere jugar con sus hermanos y pasa las horas lamiéndose su mano herida.
Vumbi y los demás cachorros han aprendido otra lección sobre la vida en la sabana, pero la verdadera naturaleza de su especie la descubrirán días más tarde.

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Es Diciembre y  las grandes manadas de ungulados han emigrado  hacia el sur buscando los verdes pastos del Serengeti. La llanura Paraíso que delimita el territorio de nuestros leones aparece desierta; sólo algunos pequeños grupos de gacelas de Grant  se divisan en la lejanía.
La familia tiene hambre y las correrías nocturnas de las hembras apenas aportan alguna liebre o pequeña gacela que el patriarca se apresura en devorar sin  dejar restos para los demás.
Los cachorros llevan una  semana sin casi probar bocado y la piel empieza a pegarse a los huesos de sus costillas. Vumbi y sus hermanos ya no juegan e intentan conservar todas sus fuerzas tumbados bajo la acacia.

Empieza a clarear el horizonte cuando una de las leonas se levanta de repente y fija la mirada en un punto lejano, un pequeño gruñido advierte al resto de la manada. En el pequeño afluente  del río dos negras figuras sacian su sed.

El colosal búfalo de 700 kilos de peso hace tiempo que abandonó la manada para vivir en un territorio fijo. Pero no está sólo, un macho joven le acompaña, seguramente despistado de su grupo.


Las leonas avanzan hacia los bóvidos y los cachorros que ya están en edad de presenciar las cacerías, van tras ellas. A una distancia prudente los pequeños se ocultan entre la vegetación  mientras las leonas se dispersan. Vumbi mira hacia atrás y observa a su padre, una sombra inmóvil sobre la atalaya desde la que gobierna su feudo.
Los felinos atacan y los búfalos con el río a su espalda no tienen forma de huir así que hacen frente a la manada.  Mientras algunas distraen al coloso la leona matadora se lanza sobre el más joven y lo derriba. Pero ya en tierra comienza a mugir desesperadamente atrayendo la atención del adulto que carga sobre la leona y la lanza por los aires, el tocón de árbol sobre el que aterriza le produce una profunda herida en el vientre.
Otra de las leonas ha clavado las garras en los cuartos traseros del animal, este  cocea y acierta en el costado de la cazadora que suelta su presa y huye perseguida por el búfalo.
La oportunidad es única para las demás leonas que de nuevo derriban al ejemplar joven. Una de ellas muerde el hocico del herbívoro para cortar su respiración y evitar que muja, las otras le sujetan por el cuello y las patas.
El adulto abandona la persecución y regresa para defender a su compañero pero la manada no está dispuesta a ceder y a pesar de los testarazos que reciben no sueltan a su presa. Hace rato que el joven a dejado de moverse pero el adulto sigue atacando a las leonas, hasta que un potente rugido detiene sus embestidas. Como una flecha el patriarca recorre los metros que le separan de la cacería y el búfalo decide emprender la huida; pero las intenciones  del león no son ayudar a sus consortes, de un zarpazo aparta a la leona más cercana y clava los colmillos en la presa desgarrando piel y músculos. Los cachorros  salen disparados de entre la hierba en dirección a la comida para encontrarse con una barrera de uñas y dientes que les impiden el acceso. Desesperados por el hambre los leoncitos insisten, Vumbi recibe en el hocico uno de sus más doloroso arañazos, la cicatriz que dejará esta herida  será su marca de por vida.
Otro de los cachorros ha logrado penetrar la barrera y se ha enganchado a uno de los muslos del herbívoro, sus pequeños dientes no pueden  desgarrar la piel. La  zarpa enorme del macho cae sobre él aplastando su cabeza, los gritos de protesta no se oyen entre la cacofonía de loa adultos y poco a poco se van a pagando a medida que se queda sin aire. Ahora es sólo un trozo de carne más y una de las hembras no lo va a desperdiciar.
A medida que los adultos se van saciando, los ánimos se calman y los jóvenes pueden mitigar por fin su hambre. Por suerte esta vez la presa es lo bastante grande  para que todos tengan su ración.
Cuando los primeros rayos de sol aparecen por el horizonte, apenas quedan  vestigios de la gran batalla y mientras la manada se retira Vumbi olisquea los restos de lo que fue su hermano, después observa el cadáver  de la leona junto al tronco partido,  pero su madre le reclama y el corre tras la manada en dirección al río, su panza casi roza en el suelo de  lo que ha comido. Lejos se oyen las risa de las hienas, el olor de la sangre pronto las traerá hasta aquí; luego vendrán los chacales y a media mañana los buitres y demás necrófagos.
 ¡Comienza un nuevo día!

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La lluvia en  el  Masai Mara detiene el tiempo.
 Bajo el intenso aguacero nada se mueve apenas y hasta los antílopes dejan de comer mientras el agua moja sus cuerpos. Es una tregua momentánea entre depredadores y presas.
En la manada de Paraíso las cosas no han mejorado mucho, el festín del búfalo ya no es más que un recuerdo y sus estómagos están vacíos de nuevo.
Los cachorros  se acurrucan junto a las leonas esperando un lengüetazo o algún gesto agradable, pero las hembras últimamente no están muy cariñosas.
Vumbi está incómodo, no le gusta la lluvia que le cala hasta los huesos y le produce frió; además la herida de su hocico continua doliendo y su estómago  pide algo de comer. Ni siquiera está de humor para aguantar las bromas de su pequeña hermana y dando un gruñido se aleja de ella.
Cuando por fin cesa la lluvia y aprovechando el frescor de la tarde las leonas deciden iniciar una nueva cacería y avanzan seguidas por los cachorros tambaleantes. Hay un pequeño rebaño de topis pero se está alejando hacia en norte, el hambre de los felinos hace que los sigan. Seis kilómetros después aún no han tenido oportunidad de atacar y los cachorros más débiles se han ido quedando atrás.
Algo llama la atención de las leonas y olvidándose de los antílopes se dirigen hacia la acacia que hay a la derecha, Vumbi observa y sólo aprecia un ligero movimiento entre las ramas pero la curiosidad hace que siga a las hembras.

La noche anterior el gran gato moteado había conseguido derribar uno de los damaliscos después de fallar en tres intentos. Fiel a su especie el leopardo no había comido de su presa después de matarla si no que la había subido a las ramas de la acacia para evitar que se la robasen. Pero el ungulado de 120 kilos  no era fácil de mover así que el felino se conformo con alzarlo a las primeras ramas. Esa noche había comido hasta   no poder más   y aún le quedaba mucha carme, con un poco de suerte no tendría que cazar en 3 ó 4 días.



El leopardo se mueve inquieto entre las ramas, ha estado observando el acecho de las leonas,   ahora sabe que  le han visto y se acercaban muy deprisa.
 Cuando  el grupo llega al árbol, el propietario está intentando subir su presa un poco más arriba, pero los cuernos del herbívoro se enganchan en las ramas y no puede elevarlo. Aún así está fuera del alcance de los ladrones… o eso cría.
Mientras las leonas saltan intentando agarrar  la carne Vumbi ha llegado también hasta la acacia  y da vueltas alrededor del tronco. De un gran salto la leona más joven consigue atrapar  una de las pezuñas,  durante unos instantes se queda colgando de la  presa hasta que finalmente se desgarra la pata entera y cae a tierra. Rápidamente la leona  se aleja unos metros seguida de sus compañeras. Vumbi había aprendido que era inútil luchar contra los adultos y se queda esperando al lado de la acacia.  Un  ligero ruido sobre su cabeza le hace alzar la vista y en ese momento el resto del antílope cae sobre él.
Como puede se lo quita de encima y clava los dientes. Dos leonas vuelven  al ver la comida y comienzan a tirar cada una de un lado mientras gruñen. Vumbi piensa que  la captura es suya y esta vez no se quedará sin comer; así que a pesar de que es zarandeado de un lado a otro, no suelta el bocado. Al final la presa se desgarra en varios trozos y las leonas se llevan su parte, pero Vumbi ha conseguido quedarse con un buen trozo y piensa comérselo antes de que vuelvan los adultos. Los que llegan son sus hermanos, en unos minutos  ya no queda nada para comer y uno de los pequeños sale disparado hacia la espesa vegetación con un trozo de costilla en la boca.

Las hembras y los cachorros emprenden el camino de regreso y cerca del hogar escuchan los rugidos del macho reclamando su parte, pero esta vez no hay nada para él. El problema de la manada es ahora que uno de los cachorros no ha regresado y a pesar de que su madre le llama durante toda la noche, el pequeño no responde.

El leopardo ha estado observando los acontecimientos desde lo alto de la acacia, sabe que si las leonas lo atraparan no dudarían en matarlo y comérselo allí mismo
Por fin la patrulla se aleja aunque le han dejado sin su presa y eso le obligará cazar de nuevo.
El felino fija la vista en algo que se mueve entre la hierba, el gatito aún sigue royendo  la costilla.
¡Bueno, -piensa el gran gato- quizá no tenga que esforzarme demasiado para conseguir la cena!

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La abuela de Vumbi no había nacido en la manada,  procedía de una de las hordas de leones del Serengueti.
Era una hembra  corpulenta, más de lo habitual; una matadora de búfalos y jirafas, pero sería uno de estos animales el que un día acabaría con ella.


Abandonó las tierras  tanzanas  a los cinco años de edad y entro en  Masai Mara por las cercanías de Nyanungu, después giro al noreste y vadeando el río Mara llegó a las llanuras Paraíso.
La manada la vio llegar una tarde de Mayo y no  venía sola. Dos de sus hijas de 15 meses la acompañaban  y a pesar de largo recorrido  estaban en forma y bien alimentadas...
Pero como es habitual, las hembras no querían intrusos en la manada y las expulsaron del territorio.
Las tres leonas tanzanas se asentaron en un pequeño valle  en las cercanías de Rhino Ridge y sus cacerías superaban con creces a las de la manada residente. Tanto, que el  patriarca se desplazaba habitualmente para compartir bocados con ellas.
Tan expertas cazadoras no podían ser menospreciadas y con el tiempo  entraron a formar parte de la familia Paraíso.
Vumbi no llegó a conocer a su abuela por que cuando él nació, había pasado casi un año desde el incidente con la jirafa. Pero su madre debe parecerse mucho a ella por  que ahora que la sabana es tan parca en presas ha decidido marcharse.
La leona comprende que es difícil encontrar comida para una manada tan numerosa, así que una mañana reclama a sus tres cachorros naturales y junto con ellos y su hermana emprende camino  hacia el sur.
El grupo avanza de  día, cuando  sus posibles enemigos están descansando. Y por las noches cuando los grandes depredadores inician la cacería, ellos  buscan un refugio e intentan dormir. Al día siguiente sólo han de observar a los buitres para saber donde se produjo la matanza y a veces basta con asustar a un par de hienas para conseguir el desayuno.


Las largas noches de marcha les llevan hasta Kebololet y  deciden asentarse a orillas del rió de Arena.
Allí permanecen  seis meses mientras Vumbi y sus hermanos aprenden todas las técnicas de  caza y supervivencia. Aunque los tres se esmeran en su cometido pronto la hembra se destaca y con apenas un año de edad anticipa  la gran cazadora que será en el futuro.
En Junio, cuando  la avanzada de los ejércitos viajeros del Serengueti está ya en Mara, deciden regresar a casa. Dos kilómetros antes  escuchan el familiar rugido del león macho y cuando por fin están bajo su amada acacia todo son lametones y carantoñas de bienvenida.
Pero el hambre ha hecho estragos en la manada; de los tres  cachorros que quedaron, dos ya no están, sólo queda la hembra del año anterior y una de las leonas adultas ha muerto tras sufrir la mordedura de una mamba negra.
Otra de las hembras se comporta de un modo extraño  y la madre de Vumbi se acerca a saludarla, la olisquea  y le lame el hocico. Luego regresa con sus cachorros agitando la cola. Todo está bien, pronto habrá nuevos cachorros en la familia, la leona lleva un mes preñada.
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Los antaño guerreros masai, hace tiempo que abandonaron las armas. Reconvertidos  en pastores, algunos han olvidado incluso su vida nómada y se asientan en poblados permanentes en la tierra de sus antepasados.
Pero esta tierra se ha ido depauperando con el tiempo y  las extensas praderas donde   se alimentaban grandes rebaños de ungulados, se han convertido en eriales debido  al pastoreo excesivo y  no selectivo del ganado doméstico.


El hombre necesita pasto para su ganado y para obtenerlo no duda en incendiar la infinita sabana de Masai Mara con la esperanza de que la hierba rebrote con más fuerza y alimente  a las vacas que representan su riqueza.
El fuego avanza incontrolado y sólo se detiene al llegar a los ríos o donde la vegetación es  ya tan escasa que no hay nada que quemar.

La llanura paraíso  se presenta  desoladora para nuestros leones. Cuando el humo que asfixia y ciega los ojos  se disipa, ante la manada se extiende un manto negro aún humeante; y donde ayer pastaban cebras y  ñus,  hoy sólo hay un pájaro secretario buscando insectos o reptiles calcinados.

El gran macho de melena dorada observa su reino, el fuego ha borrado las señales olorosas que delimitan su territorio; un hogar ganado con sangre y que él debería conservar. Observa la inquietud de su manada y se pregunta que extraña maldición pesa sobre  este lugar que denominan Paraíso.

Acuciada por el hambre la manada se desplaza hacia el este, Atraviesan Rhino Ridge, donde un día se asentó la abuela de Vumbi, y llegan hasta  Talek Gate donde se han agrupado parte de las manadas de ñus.
Durante un mes los leones cazan y se alimentan cada dos días, el regreso de la cazadora y sus experimentados cachorros, facilitan las capturas nocturnas.
Una mañana las leonas ven cuatro animales distintos pastando junto con las cebras. Tienen  cuernos, si; pero se les ve  muy torpes y confiados en comparación con los inquietos y veloces caballitos rayados. Un instinto cultivado durante generaciones, dota a los leones  de la increíble capacidad de detectar cualquier minusvalía o debilidad en sus presas y este instinto  les dice que esos animales son una captura fácil.

Los masai han perdido dos reses bajo las garras de  los leones que se han asentado en las cercanías y esto es algo intolerable.
Los ahora tan civilizados guerreros, que antes no poseían nada y que vivian rodeados de fieras, tienen ahora unas necesidades, impuestas o elegidas de los que ya no pueden prescindir y se han olvidado de la antigua convivencia entre animales y hombres donde la naturaleza marcaba el equilibrio perfecto.
La jauría humana inicia la caza y no son lanzas lo que empuñan, el valor de los guerreros masai se escuda ahora tras los AK-47.
Cuando cae la tarde, los hombres regresan con el cuerpo sin vida de dos leonas, El resto de la manada ha huido y no volverán a ser un problema.
Esa noche los ancianos contaran historias de tiempos lejanos, de cuando  los niños se convertían en guerreros matando un león, de las guerras tribales contra los Kikuyu o los Turkana y durante unas horas soñarán que vuelven a ser los antiguos señores de la sabana… bajo los efectos del alcohol de la cerveza moderna.

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Las peculiares características de la hierba  de las sabanas,  soportando durante milenios los cascos y los dientes de los millones de herbívoros que  pasaron sobre ella, junto con la particular organización reticular de algunas gramíneas, hace que estas empiecen a brotar casi inmediatamente después de un incendio. Si a esto añadimos las ocasionales tormentas que se han producido en Mara este último mes, hace posible que cuando la manada regresa a Paraíso tras el incidente masai, se encuentren con una pradera en pleno crecimiento donde los rebaños de antílopes empiezan a congregarse.

La noche es el día para los leones. El frescor del crepúsculo y la deficiente visión nocturna de  ungulados, parece beneficiar la caza al anochecer. Pero también la competencia es más activa de noche. Quizá por eso la madre de Vumbi y  el resto del grupo siempre han preferido cazar al amanecer; y este es tan bueno como cualquiera para seguir con las lecciones de caza.



El desorden en las manadas de ñus, sólo es aparente y prestando un poco de atención se puede diferenciar a los grupos de hembras con sus terneros;  cerca de estas pero sin mezclarse, se encuentran los machos jóvenes y los adultos no territoriales y, de cuando en cuando, un macho en pleno apogeo  defiende una parcela de  unos 30 metros cuadrados. En esta parcela no se permite la entrada a ningún otro macho, pero todas las hembras que por ella crucen son bienvenidas.
Vumbi y sus hermanos aprenden que  es más fácil atrapar a uno de estos machos territoriales que a cualquier ñu en perfectas condiciones.
Por que ante un ataque, estos galanes pierden unos segundos fatales dudando entre abandonar su parcela o emprender la huida.

Y precisamente cuando las leonas lanzan el ataque, este ñu decide no huir y hacer frente a los felinos. La sorpresa detiene la carrera de los gatos, hay que buscar el punto débil, pero el ñu cabizbajo se defiende heroicamente.
Una de las leonas le clava las  garras en la grupa, pero el antílope se deshace de ella con facilidad. Otra, junto con los machos, intenta rodearlo mientras las hembras jóvenes están sentadas, mirando sin saber que hacer.
Vumbi observa a su hermana que se ha puesto en pié, con casi año y medio, sobrepasa en tamaño a las leonas adultas, ha heredado la constitución de su abuela.
La leona avanza decidida y cuando está a dos metros del ñu, realiza un impresionante salto para aterrizar en la cruz  del animal. Ciento veinte kilos de peso hacen que se derrumbe y mientras cae, la leona gira sobre si misma y clava los colmillas en la garganta del antílope. Cinco minutos después la manada está saciando su hambre.

La leona preñada no ha participado en la caza, su avanzado estado de gestación no se lo permite. Se acerca y desgarra unos pedazos de carne que come sin muchas ganas. Después se aleja y se oculta tras los arbustos a la orilla del río.
 
Apenas han dejado los huesos  cuando la manada se retira a tumbarse debajo de la acacia. Mientras con la mano se limpia los restos de sangre del hocico, Vumbi cree oír un ligero maullido procedente de los arbustos pero retiene su curiosidad, esta demasiado lleno para moverse.

En el seguro encame  la leona ha traído al mundo tres diminutos gatitos. Ciegos he indefensos son demasiado frágiles para llevarlos junto a la manada. La hembra esperará un tiempo  antes de presentárselos a los demás.



 Treinta y cinco días después la hembra lleva a los  cachorros  con la manada. Los pequeños siguen a su madre, pero avanzan temerosos y encogidos dando  ligeros maullidos.
Todos los miembros de la manada saludan a la hembra, felices del reencuentro, después  olisquean a los cachorros y con unos cuantos lengüetazas se ganan su confianza.
Para  Vumbi  y los otros leones jóvenes, la llegada de los gatitos es toda una fiesta y tras diez minutos de presentaciones todos estan revolcándose y jugando con los  recién llegados. Tanta novedad deja fatigados a todos, una hora después están durmiendo a pierna suelta bajo la acacia…. Y entonces llegan los elefantes.

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La matriarca elefante avanza con el paso seguro del que sabe que nada se interpone en su camino, la  siguen   seis adultos y cuatro crías de diferentes edades y  se dirigen directamente hacia la acacia.
El barritar del paquidermo despierta de golpe a los leones  que salen  en estampida. Después se dan cuenta de que los tres pequeños  aún permanecen bajo el árbol y vuelven a por ellos, pero los elefantes ya han creado una barrera infranqueable entorno a ellos.


El león macho ruge intentando espantar a los elefantes mientras la madre llama  a sus cachorros. Los demás felinos amagan y los elefantes colocan a sus crías en el centro para protegerlas. Los leoncitos están rodeados de enormes patas por todas partes y en cualquier momento una podía caer encima de ellos.
Ocultándose tras el tronco de la acacia, Vumbi  llega hasta los cachorros y consigue coger a uno y arrastrarlo  seguido de otro de los gatitos; el tercero aún permanece entre el remolino de polvo y pezuñas.
Los leones se retiran convencidos de que no pueden hacer más y los elefantes agrupan a sus crías y se alejan. Cuando el polvo deja de meterse en los ojos los leones vuelven, pero aún hay un elefante bajo la acacia.



El joven elefante tiene 15 años y su juego preferido siempre  ha sido espantar leones. No sabe por qué, realmente nunca le han hecho ningún daño pero es divertido sorprenderlos con un trompetazo mientras duermen. A pesar de que lo ha hecho varias veces nunca se ha planteado matar a ninguno y sabe que sus  grandes patas podrían aplastar un cráneo fácilmente. Y tampoco  había estado nunca tan cerca de un león como del pequeño ovillo de pelos que hay a sus pies y que a pesar  de estar encogido de miedo, bufa y lanza la zarpa cada vez que él acerca la trompa.
Durante cinco largos minutos el elefante continúa olisqueando al cachorro. Así es como huele un cachorro de león,-piensa- y en una pequeña célula de su cerebro guarda este recuerdo, después lanza un resoplido y corre tras su manada.

Los felinos se acercan ahora al pequeño, este no se mueve. Su madre le  olfatea y le empuja suavemente con el hocico. El pequeño protesta y abre los ojos, mira en todas direcciones y después a su madre. - ¡Que susto!  ¿Se ha ido ya? – parece decir. Después se levanta y como si no hubiese pasado nada se lanza a jugar con sus hermanos. La  leona los observa y después mira a Vumbi que está junto a ella:
-¿Tú entiendes algo?-
Vumbi comienza un bostezo a modo de respuesta pero sólo le sale un aullido de dolor, ¡uno de los pequeños está mordiendo su cola!


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El tiempo en Masai  Mara, transcurre como siempre. Las nubes aparecen y traen lluvia, después se van dejando, sitio al abrasador sol de la estación seca. La hierba  renace y atrae a las grandes manadas de ungulados que desaparecen cuando aquella escasea. Ha habido días de abundancia y días de hambre,  horas de juego y  horas de peleas pero la manada sigue bajo la inmutable acacia en la llanura Paraíso

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Los cachorros han crecido y las jóvenes leonas son ya expertas cazadoras. Una ligera melena ha empezado a asomar en la cabeza de Vumbi y  en la de su hermano;  el gran macho sigue en  atalaya controlando su reino.
Una mañana su madre llama a Vumbi y a su hermano y se alejan de los demás.
 Cazaron la noche anterior y no tienen hambre así que al joven león le extraña que su madre quiera atrapar otra presa, además, ¿Por qué no vienen las otras cazadoras?
Los tres felinos se alejan  hasta casi perder de vista la acacia, después la  hembra se tumba en la hierba y deja que sus hijos lo hagan a su lado. Permanecen así quince minutos, luego la leona se levanta e inicia el camino de vuelta.
Vumbi y su hermano intentan seguirla paro ella se revuelve, ruge y lanza un manotazo  a los leones. Los jóvenes no entienden que pasa, no han hecho nada para recibir esa regañina, aún así su madre no quiere que la sigan.
La hembra llega sola   y se tumba junto al resto de la manada, pero diez minutos después aparecen los dos jóvenes saltando entre la hierba.
El gran macho abandona su atalaya y rugiendo se dirige hacia los leones, Vumbi adivina sus intenciones y retrocede, pero su hermano no puede evitar llevarse un zarpazo en la pata.
Por fin comprenden que ya no son bienvenidos en la manada y se alejan. Vumbi  vuelve la vista atrás y ruge mientras su hermano se lame la pata. La hembra se incorpora y mira a sus dos hijos que con tres años son ya príncipes de la sabana, Vumbi sigue teniendo esa mirada de cachorro con los ojos tristes a pesar de la cicatriz  que cruza su puente nasal; su hermano siempre fue más despistado y sólo pensaba en divertirse aunque últimamente se había convertido en una gran ayuda en la caza. Les echará de menos pero no pueden quedarse
 Mientras se alejan, ella vuelve la vista hacia su rey que de nuevo ha ocupado su trono.

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Durante varios días los dos hermanos permanecen en  Paraíso, intentando hacerse a su nueva vida y siempre lejos de la manada. Pasan la mayor parte del día durmiendo y por la noche, en cuanto oyen la melé de la hienas, corren a robarles  el botín.
Un mes después y tras dos días sin comer, se ven obligados a hacer su primera cacería en solitario

Con el estómago lleno Vumbi observa el amanecer sobre las llanuras de Masai Mara, las hienas no tardaran el llegar a por los restos del ñu.  En unos días los grandes rebaños habrán emigrado y ya que no tienen un territorio propio, lo mejor será seguir a las manadas hasta las verdes praderas del Serengueti.
Los movimientos de su hermano le distraen de sus pensamientos, aún sigue lamiéndose la pata, aunque hace días que la herida se ha curado. Vumbi se acerca y se tumba junto a él:
 -¡Bueno, aún nos queda tiempo!- piensa y se queda dormido sobre su hermano.



 Las llanuras de Tanzania son inmensas, mucho más de lo que Vumbi hubiese nunca imaginado y están repletas de comida. En Enero la sabana se ha llenado de terneros y las hienas hacen estragos entre los ñus recién nacidos. Esto facilita la alimentación a los dos jóvenes leones.
Durante los meses que permanecen en el Serengueti, los dos hermanos se mueven por los extensos territorios en tierra de nadie.
Una noche que Vumbi y su hermano reposan la cena de ñu robado a las hienas,  aparece una joven leona con dos cachorros. Con mucha precaución  se acerca a los restos del animal y tras comprobar que no es expulsada por los propietarios llama a sus crías y se alimentan.
Cuando acaban, la hembra y los pequeños se acercan a los hermanos, A uno de los cachorros le falta un trozo de la cola, deben haber tenido un encontronazo con un león adulto o tal vez con las hienas.
Los tres recién llegados se tumban  al lado de los hermanos y duermen juntos el resto de la noche. Por la mañana la leona y los leoncitos seguirán su camino.


Vumbi y su hermano siguen hacia el sur  y se asientan en las cercanías de Seronera. Permanecen dos días hasta que la manada residente los descubre y expulsa de su territorio.
Ambos retornan hacia el norte y se detienen en el río Orange, a orillas de la piscina de hipopótamos. Por la noche cuando  las grandes bestias salen a comer los leones apresan a uno de los pequeños, devoran lo que pueden y el resto  se lo arrebatan las hienas...
En Julio, cuando la mitad de las hordas viajeras está ya en Mara, los dos hermanos regresan a Kenya. Se desplazan hacia el este y siguiendo el curso del rió de arena, salen del parque y cruzan por las proximidades de Acacia Camp, donde por la mañana, cuando las gentes del poblado descubren sus huellas, se arma un gran revuelo y se organiza una partida de caza. Pero los leones ya no están allí; los dos nómadas han seguido tras una manada de ungulados y alcanzan las llanuras le Loita, donde parte de los rumiantes criaron en enero. El alimento es abundante, pero la cercanía de los poblados humanos les crea intranquilidad así que un mes después, regresan al parque...

En Olmisigiyoi tropiezan de nuevo con la leona y los dos cachorros que ya tienen un año de edad, de nuevo pasan la noche juntos. Al amanecer cazan y se alimentan en grupo, después Vumbi explora el territorio. No hay señales olfativas que indiquen la presencia de machos así que los dos hermanos se apresuran en delimitar  sus fronteras.
Un año después; cuando sus dos cachorros son ya expertas cazadoras, la hembra entra en celo y los dos hermanos se enfrentan en una reyerta por el derecho a aparearse. El combate es corto y apenas cruento, Vumbi se retira cediendo el terreno a su hermano. Tres meses después la  futura madre se aleja de la manada y busca un lugar oculto donde traer al mundo a su camada. Tras veintiocho días , cuatro preciosos gatitos siguen a su madre hasta la manada. Vumbi, su hermano y las otras dos leonas saludan efusivamente a la mamá y a  los leoncitos. Transcurre una hora entre saludos y juegos,  los dos machos dejan a la hembra amamantando a los pequeños y ascienden a la suave loma  desde la que divisan su territorio.
La manada está creciendo y tienen un hermoso hogar. Comienza el reinado de Vumbi; y mientras el sol se oculta por el horizonte, el rugido de los dos hermanos penetra nueve kilómetros en la sabana...-



 
Cuenta una leyenda Turkana, que cuando el león ruge, se pregunta así mismo: ¿De quien es esta tierra? E inmediatamente se responde: ¡Mía…mía…mía…!